Editorial Cuneta

Presentación de «Había una vez un pájaro» por Álvaro Matus

En primer lugar quiero agradecer a Alejandra Costamagna esta invitación a decir unas palabras sobre Había una vez un pájaro. Su confianza me distingue y para mí es un agrado estar aquí.

Quisiera partir felicitando a Editorial Cuneta por esta colección que partió justamente con un libro de Alejandra Costamagna, Naturalezas muertas, y que cuenta entre sus autores a César Aira, Mario Bellatin y Marcelo Mellado. Para que nos ubiquemos: de lo mejor que se está produciendo en nuestro idioma. Y son libros nada pretensiosos y muy cómodos de llevar, editados además con mucho rigor. Son flexibles y para mí la flexibilidad es sinónimo de belleza. Lo digo porque también soy editor y sufro con las erratas, con las palabras mal cortadas, con los doble espacios y todo eso que a lo mejor nadie nota y que tildan como manías de obsesivos, pero que a mí me parecen esenciales a la hora de hablar de la materialidad del libro. En otras palabras, es por eso que amamos los libros tal como los conocimos y estamos aquí reunidos presentando uno. Por eso aún no nos subimos del todo al carro o a la nave o al cohete de lo digital.

Siempre me llamó la atención la delicadeza de González Vera, quien cada vez que volvía a reeditar un libro lo podaba. Así, Cuando era muchacho o Necesidad de compañía o Alhué iban adelgazando con el paso del tiempo. Esto fue lo primero que se me vino a la cabeza cuando supe que Alejandra Costamagna había hecho de su primera novela, En voz baja, un cuento, un cuento un poco más largo de lo normal si se quiere, pero un cuento al fin y al cabo.

Preferiría dejar el juego de paralelismos o espejos entre una y otra obra para los académicos o para los críticos. La propia autora arroja luces al respecto en una nota aclaratoria que aparece al final. Yo simplemente quiero decirles que Había una vez un pájaro es impresionante: impresionantemente bella, impresionantemente cercana, impresionantemente triste.

Este último punto es quizá el efecto más poderoso: la tristeza. La única respuesta que tengo hasta el momento es que la tristeza, ese efecto desolador que nos va envolviendo a medida que damos vueltas las páginas del libro, se debe a la formidable construcción de la voz de la niña que cuenta la historia. Mejor dicho, al contraste entre esa voz y lo que sucede alrededor. En realidad no es una niña sino una muchacha que bordea los 12 o 13 años. Está en la frontera que divide la infancia de la juventud. En el borde. Como muchos personajes de Costamagna, entre paréntesis. Por el hecho de estar en ese borde, la niña entiende todo lo que está pasando a su alrededor y es capaz, al mismo tiempo, de narrarlo con esa impávida serenidad tan propia de la niñez.

Ahora bien, ¿qué es lo que está pasando?

En Chile ha habido un golpe de Estado y su padre está preso.

La dosificación es otro de los logros narrativos del libro. No hay escenas de violencia, nada que nos impacte como lo hacen, por estos días, los programas de televisión alusivos al Golpe. Sin embargo, la violencia es el ruido de fondo, lo que está detrás de los pensamientos y las acciones de la protagonista. La violencia ha entrado a ese hogar, como lo hizo en muchos otros, y ha comenzado a horadar sus cimientos. No es necesario describirla; aquí se manifiesta a través de silencios, afectos torpemente expresados, malentendidos, suposiciones.

Si bien este es el contexto o la gran maqueta en la que se mueven los personajes, pues además de la niña están su mamá, su padre, su hermana, una prima, una tía, el padrastro, los gendarmes y la perra, Había una vez un pájaro posee un sentido más amplio, algo que lo libera de la lectura sociopolítica. Este es el relato del derrumbe de un país, podrán decir ustedes, pero asimismo narra el derrumbe de una familia. El cariño se gasta, las pulsiones sexuales son fuertes, los afectos se enredan. Los lectores somos testigos de cambios de parejas, de jadeos acallados, de peleas abruptamente interrumpidas, de explicaciones que también quedan a la mitad. De ahí que en este relato sea la narradora la que investiga. No es la policía. O la policía ya hizo lo suyo. Es ella en cambio la que tiene que escuchar por las paredes, abrir una carta e interpelar a su madre para saber cuándo llegará su papá y por qué Lucas vive en la casa y cuándo se reanudarán las visitas a la cárcel. Hay que espiar para saber, pues nadie responde.

Este es otro de los puntos sobresalientes de Había una vez un pájaro. La manera como está capturada esa cosa tan chilena de decir sin decir, del subentendido, del eufemismo.

Es triste presenciar el hundimiento de un mundo. Cuarenta páginas le bastan a Alejandra Costamagna para mostrar la disolución de las seguridades e ilusiones de una familia. Estamos entonces ante un relato que se dispara en varias direcciones. Quizá Costamagna está señalando que detrás de 1973  se extiende una zona erizada de múltiples y fatales adioses.

Es injusto haber hablado todo este tiempo tan sólo de uno de los tres relatos que componen el libro. Y no quiero extenderme mucho más. Sólo precisar que son cuentos que a pesar de haber sido escritos en momentos muy distintos y de haber aparecido en otros libros suyos, están unidos con sutiles hilos a la historia de Había una vez un pájaro. Argentina, los animales, las revelaciones intempestivas, un cierto desamparo. Este hecho no hace más que corroborar que Costamagna está dando cuerpo a una de las obras más coherentes de la narrativa chilena de hoy.

En primer lugar quiero agradecer a Alejandra Costamagna esta invitación a decir unas palabras sobre Había una vez un pájaro. Su confianza me distingue y para mí es un agrado estar aquí.

Quisiera partir felicitando a Editorial Cuneta por esta colección que partió justamente con un libro de Alejandra Costamagna, Naturalezas muertas, y que cuenta entre sus autores a César Aira, Mario Bellatin y Marcelo Mellado. Para que nos ubiquemos: de lo mejor que se está produciendo en nuestro idioma. Y son libros nada pretensiosos y muy cómodos de llevar, editados además con mucho rigor. Son flexibles y para mí la flexibilidad es sinónimo de belleza. Lo digo porque también soy editor y sufro con las erratas, con las palabras mal cortadas, con los doble espacios y todo eso que a lo mejor nadie nota y que tildan como manías de obsesivos, pero que a mí me parecen esenciales a la hora de hablar de la materialidad del libro. En otras palabras, es por eso que amamos los libros tal como los conocimos y estamos aquí reunidos presentando uno. Por eso aún no nos subimos del todo al carro o a la nave o al cohete de lo digital.

Siempre me llamó la atención la delicadeza de González Vera, quien cada vez que volvía a reeditar un libro lo podaba. Así, Cuando era muchacho o Necesidad de compañía o Alhué iban adelgazando con el paso del tiempo. Esto fue lo primero que se me vino a la cabeza cuando supe que Alejandra Costamagna había hecho de su primera novela, En voz baja, un cuento, un cuento un poco más largo de lo normal si se quiere, pero un cuento al fin y al cabo.

Preferiría dejar el juego de paralelismos o espejos entre una y otra obra para los académicos o para los críticos. La propia autora arroja luces al respecto en una nota aclaratoria que aparece al final. Yo simplemente quiero decirles que Había una vez un pájaro es impresionante: impresionantemente bella, impresionantemente cercana, impresionantemente triste.

Este último punto es quizá el efecto más poderoso: la tristeza. La única respuesta que tengo hasta el momento es que la tristeza, ese efecto desolador que nos va envolviendo a medida que damos vueltas las páginas del libro, se debe a la formidable construcción de la voz de la niña que cuenta la historia. Mejor dicho, al contraste entre esa voz y lo que sucede alrededor. En realidad no es una niña sino una muchacha que bordea los 12 o 13 años. Está en la frontera que divide la infancia de la juventud. En el borde. Como muchos personajes de Costamagna, entre paréntesis. Por el hecho de estar en ese borde, la niña entiende todo lo que está pasando a su alrededor y es capaz, al mismo tiempo, de narrarlo con esa impávida serenidad tan propia de la niñez.

Ahora bien, ¿qué es lo que está pasando?

En Chile ha habido un golpe de Estado y su padre está preso.

La dosificación es otro de los logros narrativos del libro. No hay escenas de violencia, nada que nos impacte como lo hacen, por estos días, los programas de televisión alusivos al Golpe. Sin embargo, la violencia es el ruido de fondo, lo que está detrás de los pensamientos y las acciones de la protagonista. La violencia ha entrado a ese hogar, como lo hizo en muchos otros, y ha comenzado a horadar sus cimientos. No es necesario describirla; aquí se manifiesta a través de silencios, afectos torpemente expresados, malentendidos, suposiciones.

Si bien este es el contexto o la gran maqueta en la que se mueven los personajes, pues además de la niña están su mamá, su padre, su hermana, una prima, una tía, el padrastro, los gendarmes y la perra, Había una vez un pájaro posee un sentido más amplio, algo que lo libera de la lectura sociopolítica. Este es el relato del derrumbe de un país, podrán decir ustedes, pero asimismo narra el derrumbe de una familia. El cariño se gasta, las pulsiones sexuales son fuertes, los afectos se enredan. Los lectores somos testigos de cambios de parejas, de jadeos acallados, de peleas abruptamente interrumpidas, de explicaciones que también quedan a la mitad. De ahí que en este relato sea la narradora la que investiga. No es la policía. O la policía ya hizo lo suyo. Es ella en cambio la que tiene que escuchar por las paredes, abrir una carta e interpelar a su madre para saber cuándo llegará su papá y por qué Lucas vive en la casa y cuándo se reanudarán las visitas a la cárcel. Hay que espiar para saber, pues nadie responde.

Este es otro de los puntos sobresalientes de Había una vez un pájaro. La manera como está capturada esa cosa tan chilena de decir sin decir, del subentendido, del eufemismo.

Es triste presenciar el hundimiento de un mundo. Cuarenta páginas le bastan a Alejandra Costamagna para mostrar la disolución de las seguridades e ilusiones de una familia. Estamos entonces ante un relato que se dispara en varias direcciones. Quizá Costamagna está señalando que detrás de 1973  se extiende una zona erizada de múltiples y fatales adioses.

Es injusto haber hablado todo este tiempo tan sólo de uno de los tres relatos que componen el libro. Y no quiero extenderme mucho más. Sólo precisar que son cuentos que a pesar de haber sido escritos en momentos muy distintos y de haber aparecido en otros libros suyos, están unidos con sutiles hilos a la historia de Había una vez un pájaro. Argentina, los animales, las revelaciones intempestivas, un cierto desamparo. Este hecho no hace más que corroborar que Costamagna está dando cuerpo a una de las obras más coherentes de la narrativa chilena de hoy.

(texto leído en la presentación de Había una vez un pájaro por Álvaro Matus el sábado 7 de septiembre de 2013)