Editorial Cuneta

La negra-venturosa, reseña de Las aventuras de la negra Lola, por Thomas Rothe

Sobre Las aventuras de la negra Lola, de Roberto Echavarren (Santiago de Chile, Editorial Cuneta, 2011), 134 págs.

 Por Thomas Rothe

El título de esta novela engaña por lo tradicional que parece, recordando la misma fórmula usada en clásicos como Tom Sawyer, Huckleberry Finn, Sherlock Holmes y Tintín. Aunque en el caso de las novelas de Mark Twain corriera una veta anti-esclavista, los protagonistas de esos libros son todos hombres y blancos. Al situar, entonces, a “la negra Lola” como miembro de esa pandilla, surgen varios avisos de ruptura, frescura y burla, características narrativas que atraviesan la interesante propuesta novelística que entrega Echavarren.

Las aventuras de la negra Lola presenta una serie de elementos que insinúa la semejanza biográfica con la vida de Lágrima Ríos (1924-2006), cantante afro-uruguaya también conocida como “la perla negra del tango” y “la dama del candombe”. Además de estar dedicada a Ríos, la novela relata varios sucesos de su vida real, como el hecho de apodarse “papa frita” en la infancia, crecer pobre en el ambiente de los conventillos, y llegar a cantar en los clubes nocturnos de Montevideo. Pero la protagonista, Lola, es otra, y transita el mundo de la ficción con una mezcla de elocuencia y torpeza, aunque a lo largo de esta borrasca de aventuras la perentoria similitud no deja de cobrar relevancia al denotar experiencias como la migración desde el campo hacia la ciudad, el trabajo como criada en una familia de blancos adinerados y la constante amenaza de la discriminación racial. A través de una narración en primera persona, el libro se transforma en una sincera “autobiografía” falsa: no aspira a contar una biografía fiel a los hechos, sino a cuestionar la veracidad de cualquier literatura que se proclama como autobiográfica, lo que nos hace recordar que toda vida es una ficción.

La estética y la organización narrativa de la novela, se apoyan en ese aspecto crítico de las biografías. Con una fragmentación digna de elogios, el libro está compuesto por más de ochenta segmentos, todos titulados, cuya extensión varía desde una frase corta hasta una docena de páginas con diálogo y separación de párrafos. Estos segmentos no se rigen por una temporalidad lineal, más bien están esparcidos como distintos recuerdos de la protagonista-narradora: una excelente metáfora de la memoria como piezas sueltas de un rompecabezas.

Una de las problemáticas más evidentes que se pone en escena aquí es el reconocimiento de la presencia africana en Uruguay. Lola tiene una clara consciencia del color de su piel y muestra el deseo de recrear un pasado ancestral trizado por la esclavitud. En ese proceso, su abuela, que “procedía de un grupo de esclavos fugados de Brasil a través del río Yaguán” (39-40), es una figura importante por representar una fuente de historias y tradiciones a través de dichos populares y canciones de cuna. Se trata de una abuela cimarrona, no cristiana, pero que constantemente repite “dios mío”, siendo una encarnación clásica de la resistencia cultural en las comunidades negras de las Américas, y a la vez, un certero guiño humorístico de las paradojas del lenguaje.

Hay otra trama intercalada a este popurrí de recuerdos que se configura como parte de una búsqueda identitaria en África. Se trata de la tribu masai que habita el territorio de lo que hoy es Kenia y Tanzania. Con el trasfondo del monte Kilimanjaro, vemos costumbres como la caza de leones, las vestimentas características de prendas color rojo intenso y los elegantes decorados corporales. Estas imágenes podrían ser la postal de un safari al borde de lo cliché, exaltando elementos exóticos de los indígenas que aparecen insertos en la novela sin ninguna justificación o relación con Lola ni con la genealogía de los afrodescendientes en América Latina. Pero por otro lado estos elementos parecen hablar de los engaños de la memoria, en particular con todos los enigmas que suelen empañar la historia de la descendencia africana, proponiendo, de forma un tanto irónica, que es realmente muy poco lo que se sabe de África. Vemos una escena que confirma esta idea: Lola, invitada a presentar videos sobre el candombe en un festival de cine en España, ve un documental sobre los masai, siendo su primer encuentro con la tribu africana, en un evento que alude a Europa como articulador entre el mundo latinoamericano y el africano; por cierto un articulador que tergiversa las imágenes.

Sin embargo, sucede un giro tanto humorístico como significativo: Lola presta más atención a un documental que se llama Veinte centímetros, sobre una travesti que se prostituye para pagar un extravagante cambio de sexo. Este hecho resume bien que el discurso aquí no solamente se concentra en la reivindicación de la cultura afro en Uruguay sino que penetra todo el mundo socialmente marginado, dándole una vuelta hacia lo normal en un gesto no menos combativo. Quizás por eso Lola afirma: “soy una persona de pueblo, vulgar y corriente” (68), afirmación sugerente de que todos los sujetos que aparecen en la novela, desde bandoleros hasta drogadictos y homosexuales ninfómonos, no son tanto la minoría, sino que realmente configuran gran parte de nosotros, o que todos tenemos algo de lo inusual. El discurso aquí claramente aborda problemas serios e irresueltos en nuestras sociedades latinoamericanas, pero desde la subversión del humor, enunciado que podría explicar el epígrafe de Philippe Sollers: “Lo sagrado sin humor es una impostura, / el humor sin lo sagrado, una caricatura”; o encontrar explicación en frases como, “el arrebato reemplaza cualquier añoranza” (111). Echavarren tampoco deja el acto de escribir a salvo, pues cuando una maestra del asilo de niñas donde se alberga Lola le pregunta si quiere ser escritora o poeta, responde: “No quiero sentarme inmóvil, aburrirme o ponerme triste. Quiero bailar. ¡Yo quiero ser bailarina!” (36).

Publicada anteriormente en 2009 en Montevideo bajo el título Yo era una brasa –última frase del texto–, la novela descuartiza la historia de Lágrima Ríos para contar la de Lola, uniendo ambos personajes en una canción inagotable que invita a reflexionar sobre temas tristes e injusticias pero sin la melancolía tan flagrante en el ámbito artístico: Echavarren ha escrito un carnaval. Esto agrega una pieza importante a la literatura latinoamericana desde varias perspectivas a menudo pasado por alto en Chile pero cuya relevancia se está explorando cada vez más con merecido rigor.