Editorial Cuneta

Presentación de cajita americana de Luz María Astudillo, por Julieta Marchant

Presentación de cajita americana

Por Julieta Marchant

¿Los vivos y los muertos? No: los vivos

y el recuerdo de los muertos en la memoria de los vivos.

Lazo de memoria.

Paul Ricoeur

Lazo de memoria este libro, cajita americana nos traslada a la imagen de la sepultura, a nuestros muertos –“no nos desembarazamos de los muertos, jamás terminamos con ellos”, dice Ricoeur–, al instante en que la letra se detiene para encontrarse con lo radical: la muerte ha desplazado su condición de destino –el ser desde siempre está predestinado a su acabar– y se transforma en un acontecimiento. En ese acontecimiento que deviene cementerio silenciado por el discurso histórico tradicional, la voz de cajita americana se sumerge, a veces como portavoz de esos “lamentables superhéroes” que recobra en su decir y otras, perforada por su contemporaneidad, se transporta al pasado y retorna a la escritura con el eco de los muertos trenzado en su propia experiencia. Vecindad entre el origen brutal del mestizaje latinoamericano y esa experiencia que delata la voz acerca de la búsqueda de su propio origen. Próximos a una mujer que lava su corazón y que, como último acto, lo enjuaga en el río –como en “Los bombarderos” de Sexton–, los poemas de este libro enjuagan en el río el discurso occidental que entorpece el recorrido y el viaje que implica el gesto de reconocimiento a través de lo latinoamericano. Un viaje que evoca y revive el cuerpo fracturado, “buscar el origen / es deslizarse por las costuras / de cada herida” (34). Así, esta escritura se debate entre el pasado –la recuperación de las voces otras que fueron silenciadas–, el deseo del hogar y, en la insistencia y pulsión de ese deseo, el desarraigo.

Como portavoz de los “pueblos ahogados” o de los “huérfanos de historia”, esto es, el origen indígena que atraviesa todo el libro, ni en los acontecimientos ni en el lenguaje halla resguardo o calma. Por una parte, el paisaje es un “terreno minado”, espacio inhabitable incluso el hogar –“la casa es un campo de concentración” (11)–, lo que ubica al sujeto en un descampado donde es imposible asirse o encontrar un lugar para recomponerse. Por otra, el yo, incompleto por antonomasia y, en este caso, exhibiendo el sendero transitado para ir constituyéndose a través del lenguaje, se encuentra con una lengua quebrada, representada por la figura de la Malinche. “Hablé de construir refugios en el lenguaje” (30), dice la voz, refugio como quien dice asidero y reconocimiento parcial del ser, calma en cuanto leve apaciguar del debatirse. Pero no. Esta lengua en la que pretende conseguir amparo es una “lengua cortada” y, sobre todo, impuesta. ¿Cómo nombrarse a través de un lenguaje que es simbólicamente la muerte de nuestro “propio” lenguaje? ¿Cómo impostar el nombre y cargar con la nominación que proviene de la violencia? La figura de la Malinche, entonces, ingresa a la textualidad como representante de ese espacio donde dos lenguas –la española y la indígena– se cruzan y colisionan en un solo cuerpo; cuerpo que, a su vez, simboliza y hace posible el momento de la conquista americana: vendepatrias en el discurso popular mexicano, la Malinche, portadora de ambas lenguas y encargada de generar una tercera que haga accesible la comunicación del conquistador, es, además, la madre del primer mestizo reconocido, del inicio y origen de “los hijos caídos”. La Malinche –Malintzin, en realidad– en este poemario aparece como Marina, nombre español proveniente del bautismo, sello que representa el ingreso a la esfera occidental y al bando enemigo. Decir sencillamente Marina no es obviar su raíz indígena, sino –y sobre todo en esta escritura– conlleva mostrar la derrota de un pueblo a través de la “rectificación” e imposición del nombre. A partir de ese campo minado que es la disputa incluso por el nombre, la voz de cajita americana sabe que, a pesar de intentar refugio en las palabras, estas constituyen la lengua como medio de subyugación. Náufraga en palabras ajenas –“lo ajeno de nuestro idioma” (10)– y desarraigada en medio en un paisaje desolador que ha ingresado al espacio privado de la casa –convertida en campo de concentración–, se repliega y ovilla, ahora, en el gesto de evocar la infancia.

“La infancia / que no fue una fiesta / no nombrar” (33), anuncia el poema que le da título al libro. Infancia que es, etimológicamente, infantia en latín, es decir, incapacidad de hablar. Balbuceo y error, al igual que los indígenas que, aprendiendo una lengua impuesta, se vuelven niños en la esfera lingüística y aprendices de palabras que ni siquiera son capaces de simular acercarse a lo que los rodea –recordemos a Colón escribiendo sobre ruiseñores en América, pues no había término en el español para denominar a los pájaros del Nuevo Mundo; “las palabras nos quedaban grandes” (10), dice el poema “Los sin nombre”, grandes como el niño que se disfraza con la vestimenta de su padre y descubre, desde el ropaje, su diferencia–. Este ahondar en la fase de la infancia, en este sentido, es la indagación en el origen del cruce: cuando lo indígena comienza a permearse por lo español y debe reinventarse, acomodarse, volviendo a una etapa iniciática que involucra una borradura de lo propio y, tal vez, una especie de segunda infancia forzosa. Infancia que no fue una fiesta, pues “América es un niño escarbando en la basura” (14): el infante expulsado del mundo del juego para ser sometido al de la necesidad, en el que ha de conformarse con los desechos. El niño que alcanza un juego con los harapos que, en estos poemas, son también ese lenguaje deshilachado que queda de la colisión que implica la conquista lingüística. Palabras como desechos también, de ese balbuceo indígena que, sabiendo que no está en una fiesta, no puede sino mezclar palabras, en un juego del desgarro “como si [sus] primeras palabras fueran juguetes rotos” (30). ¿Qué obrar tiene un nombre? Acaso nombrar significa guarecerse y elidir el temor al vacío del silencio. Esos “huérfanos de nombre” transitan por todos los poemas, esos despojados de palabra y lanzados a una historia que los desplazó y amontonó en la esquina de los innominados; los vencidos diría la historia revisionista, los huachos a quienes les ha sido negada la palabra del padre –“el padre no dibuja su presencia” (26)–. Y es en este acontecimiento lapidario, donde el yo, habitando el recuerdo de lo innombrado, eleva el gesto y “escribe sobre el polvo de las ventanas / sus iniciales ciegas” (27), porque comprende que “los nombres / eran necesarios / para hilar lo frágil de la memoria” (30). No es Marina-Malinche-Malintzin la que recupera su nombre, pues, en estos poemas, su imagen queda lejos, entrando al abismo con “vidrios bajo la lengua” (9), pero sí es este yo quien, no desde balbuceo infantil sino desde la punta del dedo, inscribe y huella el vidrio con las iniciales que, en un intento de restitución, simbolizan la recuperación de la memoria.

“Todo es un jardín construido / tras el último derrumbe” (31), un jardín después de la catástrofe. Pero es “el jardín de atrás” como indica el título. Desde una zona oculta, alejada de la máscara de la fachada y, a la vez, relegada a un lugar secundario, esta voz se embarca en la labor de edificar con eso ajeno que se ha impuesto en lo propio y con lo propio también, que es la experiencia del recorrido revisionista y, sobre todo, reactualizador del acontecimiento de la conquista. Digo aquello de la reactualización porque este libro está poblado de escenas contemporáneas que afirman el horror de la conquista como ciclo que retorna y no como un suceso estacionario: el amante en Nueva York que ignora a la mujer latina (21), los carteles luminosos anunciando otro derrumbe (34), hombres que matan por petróleo (23), por mencionar algunas. Y, en esa devastación que siempre regresa, ella intentando erigir un jardín que es un viaje (31), apretando los ojos –“cerré los ojos para el vuelo” (36)–, en un paisaje donde todo pájaro que pretende volar acaba hundido en el barro. “Un pájaro vuela, yo no puedo volar” dice Prado en ©Copyright, y esta voz, la de cajita americana, presencia pájaros que no vuelan e intenta alzarse imitando lo que ellos no pudieron. Sin resolución, pero sí con un deseo, este libro acaba en la repetición del acto de búsqueda –“descubrir mi identidad de barro” (38)–, sin “salir de América” (38), sino quedándose, como quien resuelve que el único modo de asirse es romper las costuras de la herida. Una cajita americana que es ese juguete roto, primer objeto en el jardín de atrás, “escondida entre el derrumbe de las paredes” (38).

 

De izquierda a derecha: Julieta Marchant, Luz María Astudillo, Galo Ghigliotto.